Plástico a las brasas


Una planta de cemento en Turquía recibe un cargamento inusual. No es petróleo ni gas natural. Son bolsas, bandejas, etiquetas, restos de packaging. Plástico, en todas sus formas. No para reciclarlo. Para quemarlo. Pues eso es lo que hacen ciertas industrias cuando hablan de valorización o reciclaje energético: usar residuos como energía.
La idea no es nueva. Surgió en los años 80 como una manera de lidiar con los residuos plásticos más difíciles, justo cuando el reciclaje tradicional empezaba a mostrar sus limitaciones. Clasificar, lavar, reprocesar... requiere tiempo y recursos. Quemar, en cambio, es más directo. Y si además se obtiene energía o combustible, mejor.
Así nacieron dos rutas tecnológicas. Una, conocida como waste-to-energy, incinera residuos plásticos y utiliza el calor liberado para mover turbinas o abastecer sistemas industriales. La otra, waste-to-fuel, emplea procesos más sofisticados, que no queman en el sentido clásico, sino que transforman el material en gases o líquidos combustibles. Son caminos distintos que comparten una lógica: si no se puede reciclar, al menos aprovechemos su energía.
Hasta acá, suena razonable. No todos los plásticos pueden reprocesarse. Algunos vienen contaminados, mezclados o diseñados de tal forma que separarlos sería una pesadilla técnica. Sumado a esto, los sistemas de reciclaje actuales siguen siendo poco eficientes. Por eso, quemar lo que no se puede rescatar se presenta como la gran solución.
Una narrativa cada vez más habitual es llamar a estas prácticas “reciclaje energético”. Recordemos que reciclar implica reconvertir un objeto, acondicionarlo para volver a usarlo y de esta forma, mantenerlo dentro del ciclo productivo. En el sentido más estricto es recuperar plástico, no eliminarlo. La incineración, en cambio, lo destruye, generando productos secundarios como calor, gases, combustible o cenizas.
Ese matiz importa. Las palabras construyen realidades. Catalogar estas modalidades como reciclaje cambia la percepción, mejora las estadísticas, habilita beneficios fiscales. Y detrás de ese cambio, hay intereses muy concretos. Industrias que encuentran en el plástico un combustible barato. Gobiernos que necesitan mostrar resultados. Es decir, intereses que prefieren mover el problema en vez de encararlo.
Eso no quita que tenga ventajas. Reduce el volumen de residuos que saturan los vertederos. Permite obtener energía de materiales que, de otro modo, quedarían sin destino. En ciertos contextos, puede ser una opción válida.
El dilema está en lo que no se ve. En primer lugar, incinerar emite dióxido de carbono, compuestos tóxicos y otros contaminantes que deben ser gestionados con extremo cuidado. En segundo lugar, destruye materiales que podrían tener otros usos si se diseñaran mejor. Tercero, valida un modelo que no busca reducir la carga, más bien hacerla desaparecer más rápido. El plástico sigue fabricándose, usándose y descartándose al mismo ritmo. En tanto, la valorización energética actúa como una fórmula que alivia, pero no da respuestas a fondo.
En pocas palabras, hablamos de una discusión sobre prioridades. Aprovechar la energía del plástico es legítimo. Lo que no debería ocurrir es promocionar este proceso con una alternativa circular. Porque si el propósito es sostener la sobreproducción sin cambiar nada, entonces el fuego no transforma...encubre. Y lejos de resolver las consecuencias, las diluye en el aire.

