La doble cara del reciclaje

Nos enseñaron que reciclar es bueno. Y lo es.

Separar, tirar, confiar: ese ritual cotidiano parece tener destino seguro.

¿Y si te dijera que no siempre llega a donde creés?

Este artículo te invita a conocer el lado oscuro y más incómodo del reciclaje: lo que falla, lo que se oculta y lo que no se dice.

Reciclar: una palabra para muchos procesos

Cuando hablamos de reciclar plásticos, solemos imaginar un único camino. Pero en realidad, existen distintos tipos de reciclaje, y no todos funcionan igual ni sirven para lo mismo. En términos generales, se agrupan en tres tipos: mecánico, avanzado y biológico.

Reciclaje mecánico

De los tres, el reciclaje mecánico es el más común. Consiste en recolectar residuos, clasificarlos por tipo de plástico, triturarlos, lavarlos, separarlos por densidad y fundirlos para fabricar nuevos productos. Es un método relativamente sencillo, aunque no sirve para cualquier material. Solo es útil para aquellos plásticos que toleran el calor, tal que pueden moldearse sin que su composición química se modifique.

Otra condición clave es que los residuos deben estar bien separados. Las mezclas de plásticos distintos, o los materiales multicapa, complican el proceso. Y si además hay restos de comida, tintas o pegamentos, el resultado pierde calidad. Por esa razón, esta vía no suele emplearse para productos que requieren altos estándares de seguridad, como los envases de alimentos o insumos médicos.

La tercera limitación es que esta metodología no se puede repetir muchas veces. Cada vez que el plástico se funde, el calor debilita su estructura. Tras uno o dos ciclos, se vuelve frágil. Obsoleto.

Reciclaje avanzado

El reciclaje avanzado abarca un conjunto de tecnologías más complejas, pensadas para los residuos plásticos que el reciclaje mecánico no puede aprovechar.

Algunas de estas técnicas descomponen los desechos hasta sus componentes básicos, como los monómeros. Otras, en cambio, mantienen la estructura del polímero y le sacan brillo por dentro, separándolo de aditivos, tintas o adhesivos.

El resultado es un plástico reciclado con una calidad tan buena como la del material original. Esto permite utilizarlo en diversas áreas, incluso en las más exigentes, donde antes solo se aceptaban productos vírgenes.

Una ventaja adicional es que este proceso sí se puede repetir varias veces sin que el material pierda sus propiedades.

Hoy, esta vía se implementa en pocos lugares debido a que la infraestructura requerida es limitada y los costos sumamente elevados.

Reciclaje biológico

Por último, está el reciclaje biológico. Este tipo de reciclaje aprovecha la acción de microorganismos —o de las enzimas que producen— para convertir ciertos plásticos en recursos valiosos.

El problema es que pocos plásticos se dejan transformar de esta forma. De hecho, gran parte de ellos no responden bien a esta modalidad.

A eso se suman los altos costos de los reactivos y un desarrollo tecnológico que todavía está en etapas iniciales.

Trabajo sin membrete

Reciclar tiene buena prensa. Es limpio, verde, necesario.

No obstante, la parte más dura del trabajo… rara vez se ve.

En los países con mayor poder adquisitivo, el reciclaje suele estar regulado por el Estado o gestionado por empresas privadas. Hay camiones con horarios fijos, tachos de distintos colores, centros de acopio, máquinas que clasifican, trabajadores con uniforme y derechos. Nada queda librado al azar. Predomina el orden y el control. Esto es lo que se conoce como reciclaje formal.

Muy lejos de ese ideal, se encuentra el resto del mundo, donde este sistema no funciona o se ejerce a medias. En su lugar, individuos o grupos pequeños salen cada día a recuperar lo que otros descartan. Separan, limpian, seleccionan y venden materiales reciclables por su cuenta. Las tareas se hacen a mano, sin cobertura de salud, sin derechos laborales y sin garantías mínimas. Es el reciclaje informal y, por más invisible que parezca, es lo que permite que el reciclaje ocurra.

Se estima que al menos 15 millones de personas en el planeta dependen de esta actividad. Algunas trabajan solas; otras forman cooperativas. Muchas lo hacen en familia, incluso con niños. Y no porque quieran, sino porque no hay otra opción. Ahí donde no llegan los camiones ni las normas, llegan ellos. Gracias a su labor, se recuperan toneladas de materiales que, de otro modo, terminarían enterrados o quemados.

Dos modalidades, dos realidades muy diferentes que conviven. El primero tiene estructura. Y el segundo, urgencia por sobrevivir. Ambos reciclan. Cada uno desde lo que tiene al alcance.

¿Por qué no se recicla más?

En las últimas dos décadas, la cantidad de plástico recuperado se multiplicó por cuatro.

Es un hecho…se recicla más que antes, y eso es una buena noticia. Más campañas, mejores tecnologías, más conciencia. Hasta aquí, pareciera que vamos en la dirección correcta.

El problema es que al mismo tiempo, también fabricamos más plástico virgen. La lógica del mercado todavía privilegia lo nuevo. Y el plástico recién hecho sigue incrementándose día.

Para que entiendas la magnitud de este asunto, presta atención a los siguientes números: apenas un 20 % de los residuos plásticos se recolectan con la intención de darles una segunda oportunidad.

Y de todo lo recolectado, menos del 9 % mundial se recicla.

La mayoría termina siendo descartada, incinerada o enterrada.

¿Por qué sucede esto? Las razones son diversas. Muchas de ellas están vinculadas a lo económico. Reciclar cuesta. Requiere recolección, clasificación, limpieza y procesamiento. Es decir, dinero y bastante. Y en numerosas circunstancias, ese esfuerzo económico no se traduce en ganancias.

El plástico nuevo, en cambio, depende del petróleo. Cuando baja su valor, producir material virgen resulta más accesible que trabajar con residuos.

Para las empresas que reciclan, esto representa una desventaja importante: menor escala, menos inversión y menor rentabilidad.

A esa desigualdad estructural se suman otros desafíos. Los residuos no casi nunca llegan limpios ni bien separados. Algunos materiales están contaminados o mezclados, lo que dificulta su tratamiento. El resultado es un producto con menor valor en el mercado, que se emplea para objetos de baja durabilidad o baja utilidad.

Además, parte del material se pierde en el camino. Existen plásticos que no pueden reprocesarse por cuestiones técnicas, sanitarias o de seguridad.

Cuando se observan estos factores en conjunto, uno entiende lo complejo que es transformar el sistema. Reciclar ayuda, sí. Sin embargo, no es suficiente. Entender sus límites permite pensar en cómo rediseñar lo que consumimos… antes de que se convierta en residuo.

El mito del círculo cerrado

Durante años, el reciclaje fue un alivio. Un gesto pequeño que nos hacía sentir parte de la solución. Separar los residuos, poner el envase en el tacho correcto y creer que alguien, en algún lugar, lo iba a transformar en algo nuevo. El mensaje era claro: el plástico no era un problema porque se podía reciclar.

No fue casual. A mediados del siglo XX, cuando el consumo empezó a crecer con fuerza y la basura se convirtió en una preocupación visible, surgieron las primeras campañas que promovían el reciclaje. En ese momento, funcionaban bien. El papel, el cartón, el vidrio o los metales tenían procesos establecidos, podían reciclarse varias veces y se obtenían productos de calidad.

El plástico llegó más tarde, con otras reglas. Pese a ello, la narrativa fue la misma. Se usaron símbolos similares, se repitieron las mismas promesas. Se lo mostró como si fuera igual. Se decía que reciclar una botella de agua era tan “simple” como reciclar una lata de aluminio. Esa comparación generó confianza. También instaló una idea que, con el tiempo, se volvió un mito: que la economía circular del plástico cerraba. ¿La qué?

Una idea poderosa, aunque difícil de aplicar. En teoría, la economía circular propone mantener los materiales en uso durante más tiempo, reducir el desperdicio y diseñar productos que puedan volver al sistema. Ocurre con el vidrio, el papel, el cartón...

En cuanto al plástico, cambia de forma, se convierte en un producto de menor calidad y, tarde o temprano, termina en el mismo lugar: fuera del circuito.

Las marcas hablan de circularidad. Prometen envases reciclables, soluciones sostenibles, futuros sin residuos. La intención puede ser buena. El resultado, no siempre.

Es que en efecto, menos del 9 % del plástico producido logra volver al sistema. El resto queda fuera. En ocasiones, porque no se recolecta, otras porque no hay tecnología suficiente o porque el material llega sucio, mezclado o con muy poco valor. Más que un obstáculo técnico, esta opción no resulta rentable.

Para que el reciclaje de plástico sea una opción real, hace falta algo más que voluntad: se necesitan políticas claras, inversión sostenida, infraestructura, innovación tecnológica y un sistema que valore el uso de materiales recuperados.

El reciclaje, aún con sus límites, cumple un rol importante. Ayuda a reducir residuos, conservar recursos y alargar la vida útil de algunos productos. Pero conviene no engañarse: es parte de la respuesta. No la solución completa.