El truco de tapar con tierra

No son basurales, pero huelen parecido.
Algunos se camuflan entre árboles y pasto; otros se ven como lo que son: tierra removida y residuos tapados a las apuradas.
Se llaman rellenos sanitarios, y son uno de los destinos posibles para esos residuos que no logran reinsertarse en el ciclo productivo.

Se trata de un sitio enorme, diseñado para recibir miles de toneladas de basura. No cualquier tipo de basura, sino aquella que no se recicla ni se reutiliza. Esa que, por distintas razones, queda fuera del circuito.

Estos rellenos sanitarios tienen un propósito definido: concentrar la mayor cantidad de residuos en un solo lugar, sin que los gases que allí se generan o el agua contaminada que se acumula por la lluvia se filtre donde no se debe.

Para lograrlo, se los construye con cierto grado de ingeniería. Primero se analiza el terreno. Luego se excava y se recubre el fondo con capas impermeables —arcilla, plástico, o ambas cosas combinadas—. Todo eso con el objetivo de impedir que los lixiviados, esos líquidos que se producen con el tiempo, alcancen las napas.

Paralelamente, se instalan caños y válvulas. No para decorar, sino para canalizar los gases que se forman durante el proceso. Uno de ellos es el metano, un gas inflamable que, en algunos casos se recoge, se quema o hasta se lo aprovecha como energía.

Una vez listo el terreno, los camiones descargan su contenido. La basura se compacta y se tapa con tierra. Capas y más capas. Desde arriba, nadie lo adivinaría. Con suerte, se vería una zona verde; más comúnmente, un suelo desnudo y un poco revoltoso. Desde adentro, el panorama es diferente. En especial, cuando entra en escena el plástico.

Buena parte del plástico que usamos termina enterrado. Y, lejos de desaparecer, ocurre algo distinto. No se degrada como las hojas o restos de comida. Se fragmenta. Las condiciones propias del relleno —calor, humedad, poco oxígeno—lo debilitan, lo quiebran y lo vuelven cada vez más pequeño.

Así nacen los microplásticos, pedazos diminutos capaces de escapar incluso de los vertederos más controlados. Pueden volar con el viento, mezclarse con el agua o colarse entre los líquidos contaminantes. De hecho, se han encontrado muchos de estos fragmentos en ríos cercanos, en el aire y en organismos que viven en los alrededores.

Para colmo de males, este plástico no viene solo. Pues, aparte de los aditivos que contiene y que no son ningunos santos, se le suman otras sustancias que absorbe en el camino, como pesticidas, antibióticos o metales pesados. Esta propiedad para nada inofensiva, lo convierte en una verdadera bomba portátil.

Mientras tanto, el plástico que no logra salir del vertedero también hace las suyas. Con el tiempo, libera metano y dióxido de carbono. Dos gases invernaderos que contribuyen al calentamiento global. En efecto, se estima que los vertederos son los responsables de cerca del 16 % del metano mundial. Un montón, si lo piensas. Eso sin contar que estos gases afectan la salud de quienes viven cerca, en zonas que, casi siempre, coinciden con las comunidades más vulnerables.

Si algo queda claro es que enterrar residuos no es la panacea. Oculta el problema, pero no resuelve demasiado. Pues, al fin de cuentas, el plástico no desaparece. Se transforma. Se esparce. Y se vuelve más difícil de recolectar. Por esa razón, los rellenos sanitarios deberían ser el último paso. Porque contener no es lo mismo que resolver. Y lo que se guarda, tarde o temprano, encuentra la forma de salir.