El caso BPA: otro nombre, mismo riesgo


Escrito por una ciudadana que también lee etiquetas.
Hay palabras que, con el tiempo, se vuelven incómodas. Que suenan mal. Bisfenol A, o BPA, es una de ellas. Durante años fue parte de nuestra vida diaria: botellas, tickets de papel, biberones…sin mayor problema, hasta que la ciencia empezó a mirar con lupa y encontró que este químico imitaba a las hormonas. Que se introducía en el cuerpo sin permiso. Que nos hacía sentir mal. Que podía alterar el desarrollo de un bebé antes de nacer.
Frente a eso, algunos gobiernos hicieron lo que había que hacer. Otros, lo mínimo indispensable.
¿Y las empresas? Su respuesta fue más creativa. Quitaron el BPA y lo reemplazaron por sus primos: BPS y BPF. Mismo esqueleto químico, efectos parecidos, pero sin tantos estudios que lo comprometan. Una estrategia que tiene nombre: sustitución por alternativas igual de riesgosas. Así surgieron los productos “libres de BPA”, como si eso resolviera el fondo de la cuestión.
El BPA no es un caso aislado. Sucede con otros aditivos: ftalatos reemplazados por versiones “nuevas”, retardantes de llama que cambian de sigla, compuestos fluorados que prometen mejoras sin dejar de ser persistentes.
La ciencia avanza, sí. Aunque las etiquetas no siempre siguen el mismo ritmo. Y en ese desfasaje quedan las personas que confían en un rótulo creyendo que el peligro quedó atrás, cuando en realidad apenas le cambiaron el nombre.

