¿Lleno pero con Hambre?

5/8/20246 min read

ener hambre no siempre significa que nuestro estómago está vacío.
ener hambre no siempre significa que nuestro estómago está vacío.

Para entender mejor este fenómeno, primero veamos que sucede en nuestro cuerpo cuando realmente tenemos un vacío en el estómago. Imagina estar varias horas sin comer. Tu estómago cruje con fuerza y empieza a producir una sustancia conocida como grelina. Esta hormona le dice a tu cerebro:

“¡Es hora de comer! ¡Necesitamos energía o colapsaremos!”

Aguantas, más el hambre te atormenta y apenas logras concentrarte. Para peor, tu nivel de azúcar en sangre se desploma, haciendo que tus ganas de comer se multipliquen por mil...

Está claro, debes comer. Así que te dispones a hacerlo.

Poco a poco, mientras disfrutas de un rico guiso, la sensación de saciedad te invade. Esto sucede porque el cuerpo empieza a liberar otras sustancias, como la leptina que le avisa al cerebro que ya comiste suficiente y que es momento de parar.

El hambre, en su forma más básica, es eso: un sistema de alarma. Un mecanismo de supervivencia que nos avisa cuándo es hora de recargar energía. Está compuesto por muchas piezas, y la grelina y la leptina son solo dos de ellas.

Si comer estuviera únicamente regulado por estas señales fisiológicas, probablemente mantener el peso ideal sería pan comido. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Hay otros factores en juego.

He aquí, donde aparece el hambre hedónico: ese que no entiende de necesidades, pero sabe perfectamente cómo hacernos buscar placer en cada bocado.

Piensa en el siguiente escenario: has tenido un día pésimo en el trabajo. Clientes molestos, pilas de papeles en el escritorio y para colmo, tu jefe te atrapó navegando en redes sociales.

De camino a casa, tu pareja te escribe un mensaje:

“Lo siento, cariño, hoy no podré ir”.

Te lamentas y sin ánimo alguno, abres la puerta...¡sorpresa! Toby, tu ovejero de 6 meses, ha hecho de las suyas.

Estás al borde del colapso.

En ese momento, lo único que te consuela es la idea de hundirte en el sofá con una pizza gigante o devorarte esa barra de chocolate que te hace ojitos desde la nevera...o lo que sea.

Es tu cerebro buscando un poquito de placer.

El estrés, la ansiedad u otras emociones negativas pueden confundir a nuestro cerebro, haciéndonos creer que tenemos hambre cuando, en realidad, no necesitamos comer.

Numerosos estudios señalan que el estrés y las emociones son los grandes culpables de que comamos más de lo que precisamos. Buscando, a menudo, en la comida un alivio para el malestar, una especie de refugio momentáneo.

Cuando estamos estresados, ansiosos o tristes, el cortisol - la famosa hormona del estrés - se dispara. Esto desencadena una serie de reacciones en nuestro cuerpo.

Por un lado, aumenta la producción de grelina, que le dice al cerebro:

"¡Comé, comé ya!", sin importar si estamos satisfechos.

Por otro lado, reduce la leptina, la hormona que regula la sensación de saciedad. Con menos leptina circulando, esa señal de "ya es suficiente" se debilita, y, en consecuencia, seguimos comiendo.

Por si fuera poco, el cortisol interfiere con la dopamina. Al bajar los niveles de dopamina, el cerebro empieza a buscar recompensas rápidas y fáciles, como esa bolsa de papas fritas o barra de chocolate. Estos alimentos ultraprocesados, cargados de azúcar y grasa, son irresistibles porque nos hacen sentir bien... aunque sea por un rato.

Y ¡ojo!, no todo tiene que ver con estrés. Las emociones positivas también pueden afectar nuestro apetito.

No importa si es un buen abrazo, una partida ganada, o cualquier buena noticia, el cerebro los festeja con dopamina. Este proceso nos anima a repetir la experiencia y a encontrar nuevas fuentes de esta sustancia para extender este estado de satisfacción instantánea. Por cierto, ¿qué mejor manera de prolongar esa sensación que con una porción de pizza o un postre?

Entonces, ¿son solo nuestras emociones las culpables de estos antojos descontrolados?

Para nada. El entorno también juega su parte.

¿Cuántas veces has devorado un balde de palomitas de maíz durante una película, pese a estar completamente satisfecho? Ese es el poder del ambiente.

Sin ir más lejos, imagina que pasas enfrente de una panadería. El aroma a medialunas recién horneadas, las vitrinas repletas de tortas y masitas… el cerebro ya está trabajando. La dopamina se dispara, anticipando el placer de morder esa factura de crema que, dos segundos atrás, ni pensabas comprar.

Tus sentidos han tomado el control. La vista se deslumbra con la comida apetitosa, el olfato revive recuerdos con esos aromas tentadores, el gusto se anticipa a la explosión de sabores. Incluso el oído entra en juego, porque el crujido del pan recién horneado es una invitación difícil de ignorar.

Cada uno de estos estímulos despiertan nuestra atención y refuerzan el sistema de recompensa del cerebro, creando una sensación de placer inmediata. El problema es que este deseo no siempre responde a una necesidad real, sino a lo atractivos que resultan ciertos alimentos.

Cuando los estímulos del entorno nos alcanzan, las vías hedónicas del cerebro entran en acción. Estas vías son responsables de buscar el placer y están muy activas frente a alimentos altamente palatables, como los dulces, las grasas o los snacks salados. Poco interesa si el cuerpo no necesita energía; el cerebro puede ignorar las señales de saciedad con tal de disfrutar el momento.

Lo curioso es que muchas decisiones relacionadas con la comida ocurren en piloto automático. ¿Cuántas veces hemos comido algo, simplemente porque “debíamos” hacerlo?

El ambiente en el que comemos tiene un impacto enorme en nuestras elecciones. La música suave, la iluminación tenue, una compañía agradable o la presentación de los platos pueden relajarnos y predisponernos a comer. Incluso situaciones cotidianas, como comer frente al televisor o en una reunión social, pueden llevarnos a consumir más calorías de las necesarias.

Las normas sociales son otro elemento a tener en cuenta. De niños, aprendemos reglas como “no dejes nada en el plato” o “come hasta llenarte”. Estas lecciones se graban en nuestra memoria, se hacen rutina. Con el tiempo, el cerebro - que siempre está buscando ahorrar energía- las transforma en atajos. Y así, casi sin darnos cuenta, terminamos comiendo por costumbre, no por necesidad.

Un estudio realizado en la Universidad de Cornell, en Estados Unidos, reveló que tomamos alrededor de 200 decisiones diarias sobre lo que comemos, y una pequeña fracción de ellas ocurre de manera consciente.

Para llegar a esta conclusión, los investigadores pidieron a 150 participantes que estimaran cuántas decisiones alimentarias tomaban al día. La mayoría respondió que unas 15. Sin embargo, al detallar sus hábitos alimentarios, se descubrió que la cifra real era muchísimo mayor.

¿Por qué esta diferencia? La razón es que tendemos a minimizar la importancia de nuestras actitudes frente a la comida.

Comer y beber no suelen ocupar un lugar prioritario en nuestra mente. En cambio, cualquier otra actividad como ver televisión, charlar o trabajar acaparan fácilmente nuestra atención, dejando nuestras decisiones alimentarias en segundo plano. Agregar una cucharita extra de azúcar al café, servirse una segunda porción de helado o decidir si tomar un sorbo más de gaseosa pueden parecer decisiones insignificantes, pero, al final del día, suman más de lo que imaginamos.

En pocas palabras, el hambre no es solo cuestión de llenar el estómago. También es una manera de satisfacer nuestros deseos, recuerdos, frustraciones, alegrías y normas sociales.

Comer es, en cierto modo, un acto de conexión con el mundo, donde el placer y la necesidad se entrelazan en un delicado equilibrio.

Así que la próxima vez que te encuentres ante un paquete de chocolate o sientas el tentador olor del pan recién horneado, haz una pausa. Pregúntate con sinceridad: ¿por qué quiero comer?

Bibliografía

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El estrés y la ansiedad pueden engañar al cerebro y activar falsa sensación de hambre.
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El ambiente juega una parte importante sobre la sensación de hambre.
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Las normas sociales inciden en nuestras decisiones alimenticias.
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Tener hambre no siempre significa que nuestro estómago está vacío. ¿Qué lleva a nuestro cerebro a engañarnos de esta forma? ¿Realmente decidimos lo que comemos?